El mal radical es el no poder. Todos los días estamos expuestos a esta soberanía negativa y anómica cuando somos asaltados en nuestro bien a la seguridad y despojados de nuestros derechos y libertades por el mal armado de balas y sobre todo de impunidad.

Hoy nueve de cada diez mujeres mexicanas tienen miedo en el espacio público y viven inseguras en territorios sin capacidades estatales convertido en un osario con más de 5 mil fosas clandestinas. No son cifras, son personas asesinadas y confinadas al olvido.

Imagen: CONACIM

Las mujeres y niñas son quienes más sufren el mal. Sólo en el Estado de México, entidad con doble alertamiento de violencia de género (AVGM) y los indicadores de seguridad humana reventados, el mal impera: primer lugar a nivel nacional en feminicidios, trata de personas, extorsión y secuestro a mujeres; segundo lugar nacional en mujeres desaparecidas y quinto lugar nacional en abuso y violencia en adolescentes y niñas con un aparato policial y fiscal abrumado en sus capacidades operativas; rebasado en materia procesal, técnica, forense y con franjas opacas de colusión criminal que debilitan aún más los protocolos de registro de personas desaparecidas; búsqueda, localización e investigación de personas desaparecidas; localización y registro de fosas clandestinas; acceso a la justicia; medidas de protección; reparación del daño y atención a víctimas y familiares; prevención del delito y de violaciones a derechos humanos; identificación humana así como diseño de operativos inteligentes en cuadrantes de alta violencia contra las mujeres. El caso de Roxana Ruiz en el municipio de Nezahualcóyotl es síntoma de este colapso institucional.

Borrado el contorno legal del Estado, solo la memoria conserva los más de 11 mil nombres de mexiquenses desaparecidas, nombres arrancados de la vida, que repiten otras mujeres cada 8 de Marzo para no olvidarlos sobre los monumentos de la ciudad que ya perdieron su poder de representación política y son intervenidos como protesta, resistencia y demanda de justicia para representar el derecho a ser buscadas de todos aquellas mujeres, adolescentes y niñas asesinadas y desaparecidas.

¿Por qué llegamos a este no lugar donde los trazos estatales son borrados por la violencia, impunidad y desprotección institucional del derecho a la seguridad? ¿Por qué las exclusiones son más grandes y las protecciones estatales son más estrechas y privilegian a unos pocos? ¿Qué formas culturales adoptan las mujeres pobres y excluidas para hacerse ver y escuchar en un gobierno sin bordes estatales? ¿Es la violencia cotidiana signo de que los mecanismos electorales no alcanzan para gestionar los conflictos y son requeridos nuevos arreglos institucionales para acompañar a las víctimas y recuperar la paz, el respeto y la dignidad humana? ¿Un gobierno sin potestades estatales es bueno? Responder es fijar una posición política: necesitamos más Estado, y para esto, debemos primero repensarlo desde su borradura perversa, debilitamiento y fragilidad.

De la perversitas y fragilitas del Estado.

El mal alojado en el corazón del mundo, la perversitas kanteana, significa salir de casa y no poder volver, abrir una empresa y no poder rechazar una extorsión, subir a un autobús y ser violada, enfermar y no poder ser atendido en un hospital, denunciar y no poder hacer nada más que un trámite burocrático. El mal es la ausencia de poder o como señala Hanna Arendt: el mal es la nada, el sin sentido, lo atroz, lo invisibilizado, lo no nombrado, lo incomprensible, lo impune, lo que acorrala, lo que desaparece y destruye la confianza en el mundo.

La impunidad es ausencia de Estado. Recuperar Estado es volver a politizarlo e ilustrarlo. Son entonces las mujeres que protestan y resisten en las calles por todas las asesinadas y desaparecidas, quienes hoy luchan y hacen política de la verdad.

El concepto de la política surge en el pensamiento occidental como escenificación de la verdad que visibiliza el ser y comparte sentido con el otro; este acto racional para no ser disuelto en la nada y tener un derecho de pertenencia, perseverancia y duración de la memoria, instituye un límite, nombra un lugar y destierra lo que mata por fuera de los muros lógicos, físicos, poéticos y éticos de la ciudad. Serán las ciudades ilustradas, las escenas locales, quienes devuelvan las potestades estatales perdidas a sus propios territorios excluidos de la ley y así recuperen la dignidad humana.

Somos humanos porque somos con nuestros semejantes mediante la palabra política. Esta idea de ser ahí para colaborar y cooperar en el cuidado mutuo es lo más valioso de la idea de ciudad en Occidente. Por fuera del trazo lógico-político de la ciudad, no hay nada; la condena a no ser en el destierro o en el entierro clandestino y estar sujeto al acto puro de la naturaleza y el azar de las apetencias ajenas, sin nadie, sin nombre, sin lamento y sin memoria.

La ciudad mantiene así el sentido de la libertad del otro y lo potencia con el momento maquiavélico instituyente de nuevas ciudades, ya sea por virtud o por fortuna, como un momento civilizatorio de la esperanza en forma de Estado: desplazar la muerte propia y neutralizar el horror través de mediaciones normativas pactadas y regulaciones sobre el cuerpo y las necesidades para conjurar el mal radical y dotar de presencia universal al Leviatán sobre la libertad propia de la singularidad de la ciudad.

Esa es la finalidad misma del Estado, cuidar del nosotros con los instrumentos racionales de control sobre los cuerpos y la necesidad natural, la enfermedad y la muerte. Las revoluciones liberales, independistas y populares reconfiguraron la forma estatal para incluir a más, a los estamentos laborales y trabajadores asalariados autoconscientes de su poder soberano como pueblo a través de nuevas mediaciones pactadas, bienes públicos y servicios de cuidados que van desde la educación hasta la salud, ampliando las funciones burocráticas estatales y programáticas presupuestales, este pacto social es el Estado de Bienestar: una gestión de exclusiones y derechos sociales para mantener estable el poder político durante los procesos de modernización industrial del siglo XX.

El desmantelamiento del bienestar como objetivo de la política fiscal para reducir gasto público y rescatar bancos planetarios multinacionales debilita la institución del Estado, encogiendo las coberturas públicas y exponiendo a millones de seres humanos a la anomia. El debilitamiento del Estado sobre sus potestades y soberanía territorial es a su vez una abdicación a la gobernabilidad en espacios vacíos de derecho por la emergencia de autocracias criminales organizadas sobre los recursos de ciudades precarizadas y poblados sin ley.

La fragilitas del Estado es una debilidad burocrática ante el mal radical, lo cual, hace vulnerable el aparato administrativo para hacer valer sus potestades, orden y límites políticos. A este vaciamiento político estatal corresponde una impuritas donde los fines de la racionalidad estatal son capturados por privados desde los márgenes legales para hacer el mal a costa del propio Estado y propiciar el debilitamiento del nosotros. Un programa político verdadero consiste entonces en reestablecer lo estatal como límite de la violencia mediante la paz, desobedeciendo lo injusto y resistiendo el mal en tanto último derecho humano.

Será difícil, será complejo, pero será desde un nosotros y la eticidad de la ciudad global movilizada hacia lo público como podremos reconstruir el Estado y reiterar sus bordes para ejercer las potestades públicas de acuerdo con su finalidad ilustrada: hacer costumbre la dignidad humana.

Por Oscar Juárez, politólogo.